A veces, cuando nuestra vida
diaria nos hace ser los más incrédulos, sometidos a las penurias de una
existencia dolorosa, en la que nos sentimos simples piezas de un engranaje que
no para y que no cambia para que las cosas funcionen y pensamos en que la
material es la única realidad que nos define, la vida nos pone a prueba y nos
hace volver, al menos, a reflexionar sobre la existencia de algo más, que no
sabemos definir y de la que necesitamos alguna prueba para recuperar nuestra fe
en que la vida no terminará por convertirnos en polvo.
Así estaban las cosas, en la
calle Sopranis, en la casa de un conocido. La rutina diaria y la falta de
tiempo ni siquiera le permitía pensar más allá que en preparar su trabajo y
conseguir el dinero necesario para ir pagando facturas. Las cuestiones filosóficas
o teosóficas habían sido aparcadas buscando las fórmulas más insospechadas para
conseguir ingresos que le permitieran llegar a fin de mes.
El hombre en cuestión apuraba
entre cigarro y cigarro, el descanso que le permitía seguir pensando en cómo
redactar un currículo vitae adecuado, cómo enfocar una presentación a una empresa
o cómo hacer un resumen de los miles de folios que se le acumulaban en la preparación
de unas oposiciones. Para no contaminar
de la pestilencia tabaquera el resto de las habitaciones, hacía el ritual del
humo en la ventana de la cocina, apagaba su cigarro y volvía a encerrarse en su
cuarto con la intención de seguir una jornada dominada por el estrés y la
ansiedad.
Cuando fumaba, su cerebro se
despejaba y le iban viniendo ideas para escribir, para continuar su trabajo,
para sus proyectos y, tenía la mala o buena costumbre, de correr hacia el
ordenador para que esas ideas no se esfumaran y se perdieran en el aire como el
humo del cigarrillo. En una de tantas, le vino una gran idea, apagó el
cigarrillo, lo tiró a la basura y fue entusiasmado al cuarto para escribir.
Pasó un rato recopilando esas
ideas, no pensando en nada más que en su trabajo. La ventana abierta traía a su
cuarto el griterío y el jolgorio de una calle que tiene vida a casi todas
horas.
De repente, empezó a escuchar
golpes, tímidos golpes, que el hombre atribuyó a algún vecino. Pero se hacían
más intensos, y aunque seguía con la mente en la pantalla de su ordenador,
empezaba a prestarles atención.
Ahora
sí, un gran golpe en el salón, esto no podía ser otra cosa que en su casa. Tras
este golpe, se levantó de su silla rápidamente, miró el salón y vio un antiguo
reloj heredado por generaciones de su pareja tirado. Le llamó la atención la
distancia de la caída. Estaba en una estantería en la pared y había volado unos
tres metros hasta impactar con el suelo. A su vez, el reloj se encontraba
detrás de otro reloj más pequeño que no había caído. Todo resultaba extraño,
raro. Al llegar al reloj, empezó a oler, oler a quemado, mientras que en el
resto del salón no se percibía. El olor a quemado lo llevó hasta la cocina y,
al entrar, vio como la papelera ardía. Sin duda, el cigarro no se había pagado
correctamente, había prendido algo en la papelera y ahora las llamas ya alcanzaban
una cuarta, con el peligro de que la papelera estaba muy cerca de la bombona de
gas.
Un escalofrío recorrió su cuerpo,
porque inmediatamente se le vino a la mente, que alguien le había avisado,
alguien le había salvado la vida. Quizás un antepasado, quizás un ángel, o
quizás el viento haciendo maniobras imposibles. Su cabeza daba vueltas
intentando negar lo evidente, y aún hoy sigue dudando entre si lo que vivió fue
real o no, si alguien lo estaba protegiendo o fue fruto de la casualidad.
Lo que sí ocurre, es que ahora
cuando está en peligro, no tiene miedo, pues esa duda le hace pensar que puede
que sea importante para alguien o algo, que le protege.
Esta historia, que puede que
parezca un relato inventado, os aseguro que goza de mi total credibilidad,
porque aquel conocido de Sopranis es el que la firma, y ha dudado mucho entre hacerla
pública o no.