sábado, 23 de noviembre de 2019

El Ángel de Sopranis.


A veces, cuando nuestra vida diaria nos hace ser los más incrédulos, sometidos a las penurias de una existencia dolorosa, en la que nos sentimos simples piezas de un engranaje que no para y que no cambia para que las cosas funcionen y pensamos en que la material es la única realidad que nos define, la vida nos pone a prueba y nos hace volver, al menos, a reflexionar sobre la existencia de algo más, que no sabemos definir y de la que necesitamos alguna prueba para recuperar nuestra fe en que la vida no terminará por convertirnos en polvo.

Así estaban las cosas, en la calle Sopranis, en la casa de un conocido. La rutina diaria y la falta de tiempo ni siquiera le permitía pensar más allá que en preparar su trabajo y conseguir el dinero necesario para ir pagando facturas. Las cuestiones filosóficas o teosóficas habían sido aparcadas buscando las fórmulas más insospechadas para conseguir ingresos que le permitieran llegar a fin de mes.

El hombre en cuestión apuraba entre cigarro y cigarro, el descanso que le permitía seguir pensando en cómo redactar un currículo vitae adecuado, cómo enfocar una presentación a una empresa o cómo hacer un resumen de los miles de folios que se le acumulaban en la preparación de unas oposiciones.  Para no contaminar de la pestilencia tabaquera el resto de las habitaciones, hacía el ritual del humo en la ventana de la cocina, apagaba su cigarro y volvía a encerrarse en su cuarto con la intención de seguir una jornada dominada por el estrés y la ansiedad.

Cuando fumaba, su cerebro se despejaba y le iban viniendo ideas para escribir, para continuar su trabajo, para sus proyectos y, tenía la mala o buena costumbre, de correr hacia el ordenador para que esas ideas no se esfumaran y se perdieran en el aire como el humo del cigarrillo. En una de tantas, le vino una gran idea, apagó el cigarrillo, lo tiró a la basura y fue entusiasmado al cuarto para escribir.

Pasó un rato recopilando esas ideas, no pensando en nada más que en su trabajo. La ventana abierta traía a su cuarto el griterío y el jolgorio de una calle que tiene vida a casi todas horas.
De repente, empezó a escuchar golpes, tímidos golpes, que el hombre atribuyó a algún vecino. Pero se hacían más intensos, y aunque seguía con la mente en la pantalla de su ordenador, empezaba a prestarles atención.  

Ahora sí, un gran golpe en el salón, esto no podía ser otra cosa que en su casa. Tras este golpe, se levantó de su silla rápidamente, miró el salón y vio un antiguo reloj heredado por generaciones de su pareja tirado. Le llamó la atención la distancia de la caída. Estaba en una estantería en la pared y había volado unos tres metros hasta impactar con el suelo. A su vez, el reloj se encontraba detrás de otro reloj más pequeño que no había caído. Todo resultaba extraño, raro. Al llegar al reloj, empezó a oler, oler a quemado, mientras que en el resto del salón no se percibía. El olor a quemado lo llevó hasta la cocina y, al entrar, vio como la papelera ardía. Sin duda, el cigarro no se había pagado correctamente, había prendido algo en la papelera y ahora las llamas ya alcanzaban una cuarta, con el peligro de que la papelera estaba muy cerca de la bombona de gas.

Un escalofrío recorrió su cuerpo, porque inmediatamente se le vino a la mente, que alguien le había avisado, alguien le había salvado la vida. Quizás un antepasado, quizás un ángel, o quizás el viento haciendo maniobras imposibles. Su cabeza daba vueltas intentando negar lo evidente, y aún hoy sigue dudando entre si lo que vivió fue real o no, si alguien lo estaba protegiendo o fue fruto de la casualidad.

Lo que sí ocurre, es que ahora cuando está en peligro, no tiene miedo, pues esa duda le hace pensar que puede que sea importante para alguien o algo, que le protege.
Esta historia, que puede que parezca un relato inventado, os aseguro que goza de mi total credibilidad, porque aquel conocido de Sopranis es el que la firma, y ha dudado mucho entre hacerla pública o no.

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